Nombres, lugares, cosas
por Graciela Lilián Simonit
Graciela Lilián Simonit nació en Resistencia – Chaco, en 1965. Reside en Fiske Menuco desde el año 2005. Es profesora en Letras (Universidad Nacional del Nordeste, UNNE) y doctora en Literatura Hispanoamericana (Universidad Complutense de Madrid). En España, ha coordinado talleres de narrativa en la Universidad de Nebrija y ha trabajado en las editoriales Espasa Calpe (lectora y adaptadora) y La esfera de los libros (lectora y traductora). En la ciudad de Buenos Aires y en el Alto Valle de Río Negro, ha ejercido la docencia en el nivel medio y superior. Es docente de la Universidad Nacional del Comahue y del IFDC de Villa Regina. Ha publicado Manual de lectura y escritura académica, en la Editorial UNRN, como también textos académicos y literarios en revistas de Argentina y España. En 1996 fue seleccionada para integrar la Antología del Concurso Nacional de Poesía “Bustos/Santoro/Urondo: en repudio a los veinte años del golpe militar”. En 2007, el F.E.R. le otorgó el tercer premio por su poemario El más apto. En 2019, publicó la plaqueta La aflicción, en la cebolla de vidrio ediciones. Se encuentra en prensa (Editorial Yzur) su libro sobre la narrativa de Andrés Rivera.
Rotatoria es la vida
María Negroni
Lugar
9 de julio de 2005. ¡Esto es horrible!, ¡no hay árboles! Recuerdo la contundencia del mensaje, el tono deceptivo de la voz que emitía el auricular del teléfono fijo. Mi compañero había llegado a la terminal de ómnibus de General Roca y, de espaldas al río, había atravesado en taxi la avenida Roca y desviado por Alsina hacia San Juan y de allí hacia el canal grande. La ciudad gris había esfumado los árboles que parecían no existir desde el punto de mira del nuevo migrante. En cambio, en Resistencia, los 29 grados, la brisa norteña húmeda, el sol y las hojas verdes me desmentían el invierno. Sin embargo, allá, los árboles sin una maldita hoja, se quejó la voz en el teléfono. Roca sin hojas y un julio muy argentino y escaso en la pequeña ciudad azogada. No podíamos echarnos atrás. Teníamos asegurados techo y trabajo.
Nombres
Una vez concluido el reconocimiento del lugar, mi compañero regresó a Resistencia, desde donde debíamos dirigirnos a Asunción del Paraguay a buscar un coche que nos regalaban e iniciar desde allí un viaje de 2500 km hacia la Patagonia, un viaje de madurez y de deseada permanencia.
Partimos de Asunción con bastante retraso. Tuvimos que hacer noche en Reconquista. Es evidente que muchos topónimos argentinos conforman pares antitéticos como la poco feliz dicotomía sarmientina. Nombres como Resistencia, Reconquista y General Roca promueven/adhieren/son partidarios de la civilización; Machaxai, Melincué y Fiske Menuco, ¿la barbarie? La preferimos antes que a la celebración de acciones represoras y a generales de dudosa actuación. Es cierto que aquí, en nuestro orbis tertius, tendemos a adoptar un sistema binario de perspectiva que se contrapone a nuestro particular modo de ver el mundo en el que creo que los grises acicatean la férrea división blanco o negro.
Después de cientos de kilómetros, llegó la hora en que el sol el paisaje dora. Íbamos dejando atrás el monte verde de matas bajas, las palmeras inundadas por lagunas con orillas, aves de diferentes tamaños y colores, entre cantos y chillidos que absorbían la humedad. Mi visión miniaturizaba los seres que en conjunto se asemejaban a las imágenes del cronista pintor Cándido López. Paraguay, Formosa, Chaco: tierras de originarios cazadores, de soldados obligados y de inmigrantes sustitutos. Nordeste pobre y sometido contra la ficción oficial que la ha convertido en tierra pujante y montaraz.
El viaje duró tres días. En poco tiempo, advertiríamos que entre el punto de partida y el de destino había evidentes diferencias –orden de lo esperable– y, sin embargo, había también –orden de lo posible– incontables similitudes, a pesar de la gran distancia.
Fundaciones
En la década del 30 del siglo veinte, la familia de mi padre –campesinos friulanos de Romans, de Cormons, de Udine- dejó Reconquista para asentarse en Resistencia. Mi papá a los 6 años ya traspasaba los límites de la aldea y recorría la orilla del río Negro1 hasta llegar a un puente altísimo desde donde se arrojaba al agua junto a compañeros tan chicos y poco educados como él. Allí fue testigo de la marcha de un grupo de pobladores qom al río. Liderados por el cacique, iban con taparrabos, sombreros con cuerno y caminaban en fila india hacia el agua. Te juro que iban en fila india, me aseguró una vez, feliz por su descubrimiento, mientras marcaba una cruz sobre los labios. Ciertos pueblos de la región –moqoit y qom- habían sido menos aculturados que pacificados. Y pacificación, como se sabe, ha sido siempre pulcro sometimiento. Para mis antepasados agricultores, como para muchos ciudadanos, el indio era un salvaje y todo salvaje, un animal. Era (es) esta una clara coincidencia de pensamientos entre locales y visitantes.
Resistencia, “refugio desde donde se resistía al ataque de los indios”, fue fundada en 1878 y Fiske Menuco, en 1879. Ambas fueron concebidas por la Conquista del Desierto.
Todas las ciudades son la misma2
Dieciocho años atrás, cuando nos asentamos en General Roca, noté que se parecía bastante a la Resistencia de mi niñez. El largo viaje terrestre se asemejaba más a un viaje al pasado. No por el trazado de Fiske; sí por la ubicación de las tradicionales instituciones. La calle céntrica, la Tucumán3, una réplica de la resistenciana, que ya mudó su nombre y de tantas otras ciudades argentinas. Percibí algo así como un ya visto y vivido imaginarios. Vi casas y edificaciones diversas, inconclusas, incompatibles, alejadas precisamente de un principio constructor equilibrado o solidario. Esta ciudad y la mía eran bastante parecidas justamente en lo que me disgustaba. Al instalarnos cerca del canal grande, las similitudes comenzaron a evaporarse.
Y fue que, de espaldas al centro, fui acercándome al final de la meseta, al desierto. Al traspasar el umbral, indudablemente, iba en busca de la diferencia. Y más allá de lo que suele decirse durante ese momento epifánico, de que nos sentimos frente a la nada, creo que lo que se experimenta, en realidad, en medio de la estepa, es la abundancia de cielo4. Y el goce de caminar en el silencio.
Fósiles
Y del cielo a la tierra, hacia las bardas norte. Durante las caminatas -verdaderas excursiones los fines de semana- mi mirada bajaba a tierra buscando fósiles. Me habían comentado que se podía encontrar caracoles o restos pequeños de troncos petrificados de 65 millones de años mezclados con el canto rodado de las calles. He perdido la práctica pero recién llegada a este norte patagónico, la búsqueda de restos fosilizados se había vuelto mi objetivo en la vida; me volví adicta. Investigué, asistí al museo, a charlas sobre gasterópodos, turritelas, ammenites, rocas sedimentarias, azules, rosas, blancas. Tantos colores surgidos del suelo y no eran flores. Amé la tierra y su edad, como amo el final de un cuento de Shepard: qué extraño que alguien que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.
Barda y río
Y hacia el sur de Fiske, el área protegida Paso Córdoba: el río Negro, el otro; las bardas, los valles de la luna rojo y amarillo. Me deslumbró ese paisaje, contraste y conjunción de valle y desierto. El río Negro5, correntoso, ancho, azul, contaminado, pedregoso, quizá más bello que el Paraná por su luminosidad pero no tan intenso, abismal e insumiso como mi río de origen. Frente al río Negro, en el recuerdo lejano como inmediato, el Paraná, barroso por naturaleza, se me ofrecía bárbaro y barroco.
Pueblo viejo
20 noviembre de 2011. Optamos por rodearnos de naturaleza. Nos mudamos a una zona próxima a la vida rural. Es un paraíso con frutales, con varios árboles cuyos nombres comienzan con a –el abedul es el preferido– y una huerta generosa.
Me interesa el orden de los álamos. Cuando voy en auto, me recuesto sobre la ventanilla y me someto al juego de luz y sombra de la hilera de álamos que me acompañan en el viaje. ¿Será que las simetrías tranquilizan? Casi siempre son viajes apresurados, mecánicos; solo suelen detenerme alguna liebre, cuises veloces que se replican, una pareja de búhos, un halcón posado en un álamo carolino. Ahora me doy cuenta de que siempre estoy atenta a esas apariciones.
Antes se metían en mi terreno familias de liebres; ya no. De vez en cuando entra alguna, sola, asustada o desorientada frente a la demarcación de la propiedad privada de sus tierras.
En poco tiempo, florecerán los frutales y todo se volverá verde, como allá en el norte guaraní.