Con los pies en el agua
por Gustavo De Vera
Nació en Montevideo, Uruguay, en 1961.
En 1980 se radicó en Buenos Aires, donde a lo largo de 12 años se formó como periodista y escritor. Hace 31 años reside en Esquel, Chubut, donde tuvo la ocasión de investigar la historia regional y publicar varios libros con ensayos sobre esa temática, centrados en los pueblos originarios y la comunidad galesa; entre otros la novela Tucuras (Trelew, Remitente Patagonia, 2014). También desarrolló actividades de gestión cultural en la función pública municipal y provincial.
Según De Vera, su pasión no son las motos, sino la vida que vive y el mundo que ve cuando está en una de ellas.
Esquel, febrero 2023
Éste no es un diario de ruta. Quizá apuntes de bitácora.
Apenas ayer mojaba los pies en el mar de las playas uruguayas, donde nací, y de pronto, hace treinta años, habito lagos y ríos en la cordillera patagónica.
Aquí aprendí a rodar en moto por caminos y rutas de esta geografía cargada de misticismo, historias paganas, y soledades de vértigo; también a conversar con el viento. El viento aquí guarda sus raíces al Oeste, tras la cordillera.
Soy uruguayo por nacimiento, patagónico por adopción, migrante por fatalidad y curioso por naturaleza.
Motero por determinación.
Vivo en Esquel, Chubut, a los pies de la cordillera. Un paisaje de interminables “toboganes” por los que deslizarse en dos ruedas. Suelos quebrados en la alternancia de cumbres y valles, sí. Al mismo tiempo es la vida también, llevándote sin casco entre curvas y contra curvas, largas pendientes que agotan y descensos bruscos; estepa y bosque, y arroyos famélicos, y lagos con profundidades de pánico azul.
La encrucijada de Neo
Pienso en Matrix, la primera de la serie (1999). No, mi moto no es como la de Trinity, aunque me gustaría. Quiero decir que aquí como en Matrix, andando las rutas y caminos de esta geografía, tenés dos opciones: la pastilla roja o la azul.
Azul:
Turisteá tranqui. La mítica Ruta 40 se abre infinita de norte a sur. Combustible, alojamientos, paisajes y la promesa latente de buenas aventuras en los caminos transversales que llevan a las montañas. Punto.
Roja:
En la Ruta 40, si viajás atento, se aprende el idioma de las rastrilladas. El viento te habla en lengua (aonikenk, gununakuna, chehuache-kénk, mapuzungún), porque la 40 pavimenta una de las principales rastrilladas que los pueblos originarios fueron marcando en el duro suelo con su tránsito de siglos por parajes de la región.
Lo mismo con los caminos transversales. Toda persona contemporánea calza a sus pies las huellas indígenas cuando transita los pasos bajos de la cordillera de un lado a otro.
Lo mismo que hoy, que me dejo andar hasta Futaleufú, para ver si consigo alguna ropa interesante en las ferias americanas; ver si Guido Retamal anda por el pago: autor, músico y escritor, lo mismo puedo hallarlo dirigiendo un coro en Trevelin (Chubut, donde vive su hermano), que enseñando en “Futa”. Y después seguir a Chaitén, para mojar mis pies en el Pacífico (dicen que es el Golfo de Ancud, pero es sabido que el océano no anda poniendo nombres a sus vericuetos).
A veces me dejo caer hacia Corcovado y Carrenleufú y después de cruzar el río Encuentro, llegarme a Palena, para visitar a mi amiga y poeta, Bernardita Hurtado, que me invita seguido para compartir lecturas con jóvenes y colegas, o participar del Encuentro de la Cultura y las Tradiciones.
Digo: si no fuera por los carteles, y la parada obligada en el puesto limítrofe, nada hay entre cerro Centinela, Corcovado, “Carren” o Palena que me asegure estar a un lado u otro del límite. Ni la geografía, ni la arquitectura de las casas, ni los animales que allí se crían, ni los nombres de los caminos o de la gente. Lo mismo a un lado que al otro. Lo mismo desde Los Cipreses (cerca de Trevelin) hasta Futaleufú.
“Toda identidad es una cárcel”
Así dice el crítico de arte y escritor Daniel Correa. Y agrega: “lo peor es que no nos meten ahí a empujones, nos metemos solos, en filita y cantando”.
Pastilla Azul:
Puesto fronterizo “El Paso”, sobre el camino a Futaleufú. En filita y cantando llegamos con nuestras motos, autos o lo que sea. En filita y cantando, entregamos nuestros documentos de identidad, sellan nuestros papeles en un mostrador, y la filita sigue, a otros papeles sellados en otros mostradores, mientras afuera el perro y su guardián huelen nuestros vehículos y otro guardián husmea nuestras pertenencias en busca de alimentos frescos cuyo ingreso no está autorizado. Todos somos sospechosos.
Decir que sos uruguayo en Argentina, y en especial cerca del límite con Chile, te otorga un halo de tipo sencillo, ilustrado, con tradición democrática. “Conocí a uno, sí. Buena gente los uruguayos”. “No como esos chilenos, traidores y ladinos”, es un agregado frecuente por aquí, dicho en la forma que sea.
No es diferente en Chile: las veces que anduve por Valdivia, Osorno, Puerto Montt, Chaitén, Palena, Castro, o en cualquier paraje. Al saberme uruguayo, mis interlocutores trazaban una línea moral que me apartaba de mis compañeros de viaje, argentinos ellos, y su trato hacia mi persona mejoraba sustancialmente. Me asignan otra fila para seguir cantando.
La cárcel sigue siendo la misma.
Pastilla Roja:
Superada la burocracia del puesto limítrofe -donde gendarmes o carabineros (el Estado, al fin,) te ponen el sello de 'otro', con fecha y hora de regreso-, el corazón retoma en camino y se entusiasma con la posibilidad del reencuentro.
El abrazo es largo cuando fue largo el tiempo sin vernos. Las alegrías, los proyectos, las dudas, las preocupaciones y tristezas se comparten. Las ganas de disolvernos en este territorio de frontera, donde vamos zurciendo la montaña con los hilos del ir y venir.
“Ellos” vienen a comprar garrafas de gas, perfumería y alimentos (que en Argentina son mejores). “Nosotros” vamos por artículos importados, cubiertas nuevas, toallas y sábanas, ropa usada de buena calidad (porque aunque el cambio no sea favorable, igual sale menos que acá, por los impuestos, viste).
No es un trueque en lo individual, lo es casi en lo colectivo. En el puesto fronterizo lo saben. Y disimulan.
Las rastrilladas antiguas sembraron familias a uno y otro lado de las líneas divisorias, traer madera, llevar tabaco o hacienda. La hija de los Bahamonde, casada con un Williams; el hijo de Oyarzún, que nació allá y ahora anda metido a gendarme; don Roberts que pobló cerca del Espolón, y está juntado con una de los Solís…
Es que como el agua del océano, el amor no porta cédulas ni documentos.
Una que sepamos todos
Durante la Feria del Libro en Chaitén (2001), el profesor e investigador de la cultura en Coyhaique y Aysén, Leonel Galindo Oyarzo, me habló de su trabajo postulando una quinta región lingüística para Chile, que precisamente se hallaba en XIma Región y sus cercanías.
Más allá de los detalles académicos, Galindo Oyarzo explicaba que a través de las antiguas rastrilladas que cruzaban los pasos bajos de la cordillera, con las primeras décadas del Siglo XX los campesinos de la zona establecieron un tránsito habitual hacia Comodoro Rivadavia, donde se abastecían de alimentos, herramientas, ropa, animales, aperos para sus caballos, etc. En tales intercambios, sostenía Galindo Oyarzo, también se asimilaban usos y costumbres. La música que se escuchaba en Comodoro Rivadavia, pronto comenzó a escucharse en los festejos populares de Coyhaique. El mate si hizo popular también. Y lo más trascendente para el intelectual coyhaiquino: las herramientas de trabajo, las prendas de vestir, los elementos que integran el apero de sus cabalgaduras, las tareas mismas, todo pasó a denominarse tal y como se nombraban en el lado argentino. Ello habría determinado una paulatina modificación en los usos del lenguaje para esa región de Chile.
El mismo Galindo Oyarzo, dijo entonces que la Cueca, había sido establecida como música nacional chilena “desde el Gobierno de Santiago”, negando de tal manera, la riqueza y diversidad cultural y musical de su país. Y que por esa razón él admiraba la diversidad musical en Argentina: Tango, Zamba, Milonga, Chacarera, Chamamé, y tantas otras.
Pocos años más tarde (2010) participando del Encuentro de la Cultura y las Tradiciones en Palena, asistí a un concurso de baile tradicional. Allí las parejas podrían anotarse para bailar Cueca, y también para el certamen de Chamamé.
Me hubiera gustado tener cerca a Galindo Oyarzo: mientras decenas de parejas se disputaban en la pista el certamen de Chamamé, esa noche no hubo nadie anotado para bailar la Cueca, música nacional según el Gobierno de Santiago.
La geografía se ríe de nosotros
Durante la investigación para un libro sobre el conflicto de límites que Argentina y Chile mantuvieron hasta 1902, debí aprender bastante de la geografía en la región centro sur de la cordillera patagónica.
Hay un hecho que es característico de esta zona. Mientras que desde Atacama hasta la región de Bariloche, las altas montañas de Los Andes dividen las aguas: todos los ríos que nacen en sus cumbres y descienden por la cara este de la cordillera, forman las cuencas que desembocan en el Atlántico. Los que descienden por la cara Oeste, desembocan en el Pacífico. Y esa fue una fórmula para que ambos estados acordaran su división de territorios trazando una línea allí, donde los altos picos de Los Andes, dividieran las aguas.
Al sur del cerro Tronador, sin embargo, la geografía les tenía preparado un chiste: las cumbres son mucho más bajas, y los ríos y lagos, aun descendiendo por la cara este de la cordillera, deciden cambiar su rumbo y correr con sus aguas hacia el Pacífico... Parece claro que los límites, en los mapas, en la cultura, en las identidades, serán siempre caprichos de gobiernos distantes y ausentes. La gente, en tanto, se encuentra donde el agua se encuentra.
Y a la gente, como al agua, no hay quien la ataje.